martes, 7 de julio de 2009

Sobre Urracas y Garzas

Texto: Gregorio Cervantes Mejía
Fotografías: Andrea Feldman Teich - Gregorio Cervantes Mejía

Una tarde frente al espejo de agua observando aves, como un par de augures de la antigua Roma. Buscando signos, concordancias en la conducta de urracas y garzas.

Descubrimos que las primeras pueden aprender a pescar. Y que ambas compiten entre sí por el espacio y la comida.

Las urracas, compactas y oscuras, hacen huir a la garza, blanca y esbelta. ¿La vieja imagen de la lucha entre el bien y el mal? ¿La luz y la oscuridad? ¿O una simple lucha territorial a la cual nosotros le atribuimos un significado mayor?

Nuestra contemplación es, a final de cuentas, la repetición de un rito antiguo: ya Voltaire, en su Diccionario filosófico, comenta que las prácticas adivinatorias basadas en la conducta y vuelo de las aves data incluso de los lejanos tiempos del Génesis.

Pero agrega también que la labor de los augures pudo tener su origen en el descubrimiento de la relación entre la conducta de algunas aves y los cambios estacionales:

“Entre los observadores de la Naturaleza debió haber algunos bribones que persuadieron a los tontos de que tenían algo divino ciertos animales, y que su vuelo presagiaba nuestra suerte, escrita lo mismo en las alas de un gorrión que en las estrellas.”

Quizá seamos unos bribones por empeñarnos en encontrar un significado al vuelo de esas dos variedades de aves sobre la superficie del agua. Pero puede que también seamos unos tontos que han aceptado, acríticamente, la presencia de un rasgo divino en tal comportamiento.

Sólo que, más tarde, descubrimos que no somos los únicos en sentir fascinación por urracas y cuervos. Antes de nosotros, existieron quienes compartieron la sensación de hallar correspondencias entre el comportamiento de estas aves y el destino humano.

Jean Chevalier y Alain Gheerbrant registran, en su Diccionario de símbolos, que

“En las tradiciones europeas y africanas, la garza simboliza la indiscreción de aquel que mete su pico por doquier, pero también la atención, que puede pervertirse fácilmente en forma de curiosidad abusiva.”

De pronto, los opuestos resultan más bien complementarios. La urraca, refieren estos mismos autores, está relacionada con la palabrería, con la delación incluso: en China, se considera que la urraca puede conocer y revelar las infidelidades conyugales; en Grecia y Roma —según Angelo de Gubernatis—, estaba consagrada a Baco porque

“tiene la reputación de ser charlatana como las personas ebrias”.

Serían estas dos aves, entonces, fases distintas del mismo proceso: la curiosidad que permite urgar en los secretos de los demás, y el ansia posterior para transmitirlo.

Quizás eso explique la manera en que las urracas persiguen a la garza: intentan arrancarle el secreto que ha obtenido en la orilla del pequeño lago artificial donde las observamos.

Vistas en detalle, algo hay en los gestos de ambas aves que revela esas características: la garza, en su aparente serenidad, muestra una actitud inquisitorial, la mirada de quien lo escudriña todo. La urraca, en cambio, de gesto más altanero y mirada maliciosa, está a la espera del escucha adecuado, de aquél dispuesto para enterarse de los secretos recién compartidos con la garza.

Pero hay algo que olvidamos (y que tiene relación con la presencia de las urracas a la orilla de esta laguna): entre los vedas,

“las urracas están en relación con el agua mítica: una urraca es enviada en busca del agua de vida y muerte, y otra debe traer el agua que da el uso de la palabra, con el fin de resucitar a los dos hijos de un príncipe y una princesa a los que una bruja ha tocado con la mano de la muerte mientras dormían”. (Angelo de Gubernatis, Mitología zoológica. Los animales del aire, Editorial Alejandría, p. 78.)

Es posible entonces que estas urracas que observamos continúen aquella tarea ancestral: han venido hasta esta laguna para llevar un poco de sus aguas a alguna otra parte, para otorgar a alguien el don de la palabra o la salud; o simplemente se trata de darnos pretexto para estas palabras.



lunes, 6 de abril de 2009

Bestiario



Sobre la serie Bestiario

Texto: Gregorio Cervantes Mejía

Acuarelas: Andrea Feldman Teich


¿En dónde radica nuestro vínculo con los animales? Ya Borges, en las palabras iniciales del prólogo de su Manual de zoología fantástica, plantea el dilema:

A un chico lo llevan por primera vez al jardín zoológico. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado. En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas. Ve por primera vez la desatinada variedad del reino animal, y ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo, le gusta. Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez misterioso?

Tal vez la explicación radique en el valor simbólico que los humanos hemos atribuido a los animales: el paralelismo entre sus características y las nuestras, que permiten convertirlos en referentes o representaciones de nuestros propios vicios y virtudes.


La representación de los animales (reales o imaginarios) es propia a todos los grupos humanos, ya sea con una función pedagógica, mágica o catárquica: como si estas imágenes nos permitieran restablecer nuestros vínculos con las fuerzas naturales de las cuales la cultura y la civilización nos han distanciado.


Ese valor viene a mi memoria al observar la serie Bestiario de Andrea Feldman Teich, integrada hasta ahora por 35 acuarelas.


Más que limitarse a recreaciones plásticas de los animales, Feldman juega con la carga simbólica de los mismos, como lo muestra el predominio de las parejas (siempre complementarias) o la distribución espacial (predominantemente vertical), así como la presencia (discreta a veces, evidente otras) de ideogramas chinos en la mayoría de las acuarelas.


Es como si a través de estas imágenes, la artista plástica pretendiera reconstruir un orden universal más que limitarse a la representación de animales reales o imaginarios. Un orden que recuerda (literalmente) al I Ching y a la tradición taoísta, con el juego de la complementariedad de los contrarios: lo suave con lo fuerte, lo alto con lo bajo, la luz con la oscuridad…


Así, Feldman hace convivir en un mismo espacio ciervos con leones, tortugas con aves, como una muestra de la necesaria correspondencia de ambos órdenes: el celeste y el terrestre.


Pero este conjunto de acuarelas se muestra también como una síntesis cultural, resultado tanto de las propias vivencias de la artista como de su búsqueda estética: la manera de representar a los animales revela tanto influencias de los pueblos originarios de América (“Entre iguanas y libélulas” o “Encuentro cielo y tierra”) como de la plástica tradicional china (“Ave y felino”, “Ciervos y fieras”) o, incluso, mezclas de elementos de ambas tradiciones (“Cantos al sol”). Como si se la intención fuera borrar las diferencias culturales de estas tradiciones (y las de la propia cultura occidental de la autora) y mostrar aquello que es común a todas ellas.


En su Mitología zoológica (publicada por primera vez en Londres, en 1872), Angelo de Gubernatis se empeñó ya en mostrar las líneas de comunicación entre las tradiciones míticas de Oriente y Occidente a partir de las leyendas que involucraban animales.


Gubernatis reconocía ya la persistencia de los elementos míticos dentro del pensamiento occidental, a pesar del desarrollo alcanzado entonces por la razón científica.

No es en absoluto cierto que los antiguos sistemas de mitología hayan dejado de existir; no han hecho más que difundirse y transformarse. El nomen ha cambiado, el numen permanece. Su brillo se ha debilitado, porque han perdido su relación y su significado celestiales; pero su vitalidad es aún muy grande.

El Bestiario de Andrea Feldman parece dirigido, justamente, a la búsqueda de ese vínculo de la figura animal entre los planos terrenal y celestial. No es gratuita la presencia de cuerpos celestes en cada una de las acuarelas de esta serie.


Si bien el sol es el elemento primordial (aparecido detrás de los animales representados o al pie de ellos), también lo son otros cuerpos: en menor medida, la luna y las estrellas tienen presencia, incluso como parte del cuerpo del animal representado.


Esta carga simbólica es una constante en la obra de Andrea Feldman, dirigida en su conjunto a la exploración de los elementos simbólicos de las diferentes culturas y la carga significativa que permite su asimilación por parte de individuos pertenecientes a tradiciones culturales distintas.

lunes, 30 de marzo de 2009

Persistencia de las gotas


Gregorio Cervantes Mejía (texto)
Andrea Feldman Teich (fotografías)

Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.
Jorge Luis Borges, “El Aleph


1. Observo la serie de fotografías de gotas atrapadas en la vegetación, de Andrea Feldman Teich, y recuerdo el primer texto que leí de Julio Cortázar (a los ocho o nueve años de edad, y sin prestar atención a quién era el autor —esa manera de leer que, pienso ahora, quizás era más sana: interesarse sólo en el texto, no en quién lo firma—): “Aplastamiento de las gotas”.
Recuerdo la fuerza con que esos goterones de Cortázar cayeron en mi memoria, la suficiente para que treinta años sigan presentes con la misma intensidad con que “se aplastan como bofetadas uno detrás de otro”.
“Tristes gotas, redondas inocentes gotas”, cierra Cortázar. Gotas destinadas a fundirse en una masa líquida mayor, que existen como entidades individuales sólo un instante antes de su caída.
Si al mirar las fotografías de Andrea Feldman Teich vuelvo a recordar el “Aplastamiento de las gotas” es quizá porque las gotas captadas en esas fotografías parecen hacer alarde de su condición de sobrevivientes: aferradas con todas las uñas, con los dientes, han conseguido evitar la caída. Se mantienen a salvo en pequeñas horquillas de las ramas, en cavidades de hojas o entre los pétalos de las flores.
Y ahí se produce la transformación de las gotas: para evitar la caída se han visto obligadas a capturar dentro de sí una fracción del mundo: el árbol completo que las sostiene o el jardín que las rodea.
Así, todo el peso del mundo, condensado en un espacio minúsculo, le dio a la gota el anclaje suficiente para soportar la tormenta y esperar ahí, en ese refugio vegetal, al calor del sol que la devolverá a las alturas.
En recompensa, la gota sufre una transmutación: quizá el aleph entrevisto por Borges no haya sido otra cosa que una de las sobrevivientes a la tormenta, que consiguió, con su resistencia, atrapar dentro de sí la infinita variedad del mundo.



2. La diversidad del mundo encerrada en una gota. Quizás ésa haya sido la impresión que, a finales del siglo XVII, tuvo Anton van Leeuwenhoek cuando descubrió infinidad de “animálculos” en una gota de agua a través de su rudimentario microscopio. La vida agitándose dentro de una porción minúscula y efímera de líquido.
La misma visión, sin duda, que narra Borges en “El Aleph”. La misma visión a la que apunta Andrea Feldman Teich en sus fotografías sobre gotas de agua. Sólo que estas imágenes pretenden ir un poco más allá del esfuerzo borgeano —que su autor reconoce como insuficiente: “¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi memoria apenas abarca?”—: mostrar más que narrar, poner en evidencia la simultaneidad captada dentro de lo minúsculo a través de imágenes que no dejan de ser miradas particulares, finitas.
Así, las gotas de estas imágenes capturan en su interior la diversidad del jardín que las rodea: duplican las ramas y los árboles, desdibujan las siluetas de las construcciones, amplían y transforman su entorno. Hacen gala de esa capacidad que deslumbró, hace más de 300 años, a Leeuwenhoek.


3. Cortázar insiste en la brevedad de las gotas: duran sólo el tiempo que demora su caída. Una vez ocurrida ésta, se integran a una masa líquida donde su individualidad desaparece.
Pero las gotas sobrevivientes, aquellas que tras la tormenta consiguen permanecer dentro de un refugio, como las captadas por la lente de Andrea Feldman Teich, se convierten en un desafío a la brevedad. Permanecen ahí hasta que se produce una sacudida del viento o concluye el proceso de evaporación.
Las gotas, entonces, establece una pausa en la dinámica del mundo. Su caída, demora, al menos mientras se le contempla, el desarrollo de los acontecimientos que le son simultáneos.
(Nota al margen: este efecto de la gota de agua fue aprovechado, sin duda con buenos resultados visuales y ambientales, por el director Zhang Yimou en una escena de la película Héroe [2002], donde la melodía de un músico ciego establece una pausa entre el duelo que sostienen dos personajes bajo la lluvia.)
De ahí que los objetos que sirven de refugio a las gotas fotografiadas por Andrea Feldman Teich se conviertan sólo en un fragmento: una pausa dentro de esa totalidad que le permite a la gota extender el periodo previo a la caída.
Por eso, tal vez, Cortázar insistió tanto en la capacidad de la resistencia de las gotas: “va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa”.
Las imágenes de Feldman Teich parecen reiterar esto: las gotas están ahí, prendidas, resistiéndose a la caída. Porque, quizá, sean capaces de intuir que esa caída restablecerá el ritmo habitual del mundo, romperá la pausa que ellas han establecido y liberará la diversidad atrapada en su interior.
Y las mismas fotografías, a su vez, en tanto extienden esta permanencia, se convierten ellas mismas en gotas, en pausas que nos permiten captar, desde otra perspectiva, la diversidad del mundo.
Sin embargo, esto último puede ser sólo una impresión mía, una atribución del espectador hacia el objeto mirado, el primer paso de un proceso de construcción fantástica generado por la percepción de un mero fenómeno óptico.
Como lo plantea el mismo Borges, “¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido”.