lunes, 30 de marzo de 2009

Persistencia de las gotas


Gregorio Cervantes Mejía (texto)
Andrea Feldman Teich (fotografías)

Vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.
Jorge Luis Borges, “El Aleph


1. Observo la serie de fotografías de gotas atrapadas en la vegetación, de Andrea Feldman Teich, y recuerdo el primer texto que leí de Julio Cortázar (a los ocho o nueve años de edad, y sin prestar atención a quién era el autor —esa manera de leer que, pienso ahora, quizás era más sana: interesarse sólo en el texto, no en quién lo firma—): “Aplastamiento de las gotas”.
Recuerdo la fuerza con que esos goterones de Cortázar cayeron en mi memoria, la suficiente para que treinta años sigan presentes con la misma intensidad con que “se aplastan como bofetadas uno detrás de otro”.
“Tristes gotas, redondas inocentes gotas”, cierra Cortázar. Gotas destinadas a fundirse en una masa líquida mayor, que existen como entidades individuales sólo un instante antes de su caída.
Si al mirar las fotografías de Andrea Feldman Teich vuelvo a recordar el “Aplastamiento de las gotas” es quizá porque las gotas captadas en esas fotografías parecen hacer alarde de su condición de sobrevivientes: aferradas con todas las uñas, con los dientes, han conseguido evitar la caída. Se mantienen a salvo en pequeñas horquillas de las ramas, en cavidades de hojas o entre los pétalos de las flores.
Y ahí se produce la transformación de las gotas: para evitar la caída se han visto obligadas a capturar dentro de sí una fracción del mundo: el árbol completo que las sostiene o el jardín que las rodea.
Así, todo el peso del mundo, condensado en un espacio minúsculo, le dio a la gota el anclaje suficiente para soportar la tormenta y esperar ahí, en ese refugio vegetal, al calor del sol que la devolverá a las alturas.
En recompensa, la gota sufre una transmutación: quizá el aleph entrevisto por Borges no haya sido otra cosa que una de las sobrevivientes a la tormenta, que consiguió, con su resistencia, atrapar dentro de sí la infinita variedad del mundo.



2. La diversidad del mundo encerrada en una gota. Quizás ésa haya sido la impresión que, a finales del siglo XVII, tuvo Anton van Leeuwenhoek cuando descubrió infinidad de “animálculos” en una gota de agua a través de su rudimentario microscopio. La vida agitándose dentro de una porción minúscula y efímera de líquido.
La misma visión, sin duda, que narra Borges en “El Aleph”. La misma visión a la que apunta Andrea Feldman Teich en sus fotografías sobre gotas de agua. Sólo que estas imágenes pretenden ir un poco más allá del esfuerzo borgeano —que su autor reconoce como insuficiente: “¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi memoria apenas abarca?”—: mostrar más que narrar, poner en evidencia la simultaneidad captada dentro de lo minúsculo a través de imágenes que no dejan de ser miradas particulares, finitas.
Así, las gotas de estas imágenes capturan en su interior la diversidad del jardín que las rodea: duplican las ramas y los árboles, desdibujan las siluetas de las construcciones, amplían y transforman su entorno. Hacen gala de esa capacidad que deslumbró, hace más de 300 años, a Leeuwenhoek.


3. Cortázar insiste en la brevedad de las gotas: duran sólo el tiempo que demora su caída. Una vez ocurrida ésta, se integran a una masa líquida donde su individualidad desaparece.
Pero las gotas sobrevivientes, aquellas que tras la tormenta consiguen permanecer dentro de un refugio, como las captadas por la lente de Andrea Feldman Teich, se convierten en un desafío a la brevedad. Permanecen ahí hasta que se produce una sacudida del viento o concluye el proceso de evaporación.
Las gotas, entonces, establece una pausa en la dinámica del mundo. Su caída, demora, al menos mientras se le contempla, el desarrollo de los acontecimientos que le son simultáneos.
(Nota al margen: este efecto de la gota de agua fue aprovechado, sin duda con buenos resultados visuales y ambientales, por el director Zhang Yimou en una escena de la película Héroe [2002], donde la melodía de un músico ciego establece una pausa entre el duelo que sostienen dos personajes bajo la lluvia.)
De ahí que los objetos que sirven de refugio a las gotas fotografiadas por Andrea Feldman Teich se conviertan sólo en un fragmento: una pausa dentro de esa totalidad que le permite a la gota extender el periodo previo a la caída.
Por eso, tal vez, Cortázar insistió tanto en la capacidad de la resistencia de las gotas: “va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa”.
Las imágenes de Feldman Teich parecen reiterar esto: las gotas están ahí, prendidas, resistiéndose a la caída. Porque, quizá, sean capaces de intuir que esa caída restablecerá el ritmo habitual del mundo, romperá la pausa que ellas han establecido y liberará la diversidad atrapada en su interior.
Y las mismas fotografías, a su vez, en tanto extienden esta permanencia, se convierten ellas mismas en gotas, en pausas que nos permiten captar, desde otra perspectiva, la diversidad del mundo.
Sin embargo, esto último puede ser sólo una impresión mía, una atribución del espectador hacia el objeto mirado, el primer paso de un proceso de construcción fantástica generado por la percepción de un mero fenómeno óptico.
Como lo plantea el mismo Borges, “¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido”.